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martes, 7 de septiembre de 2010

REQUIEM

Eran algo más de las 2 de la mañana, cuando me encontraba sentando en el banco de una marquesina, en aquella parada de autobús que aquel día no cogí. Llovía, a ratos con intensidad, a ratos con calma, por eso me acobijé en aquel lugar sin autobús.
En aquellos años de infancia de inocente solipsismo e imaginación, me pasaba tiempo mirando a la lluvia, la mayoría de las veces, detrás de un cristal. El sonido del agua al caer, el contacto de las gotas con las cañerías y en los cristales, hacían enmudecer lo mundanal; que con avidez huye, ellos quieren alejarse de su húmedo contacto, de su constante presencia... Se retraen a sus tareas, pendientes en cualquier momento de su cese.
Ahora ya no soy aquel niño, pero sigo viéndolo como si fuera de nuevo el protagonista de la escena; sentado en una mesa, con una hamburguesa entre mis manos y un puñado de patatas fritas sin catar, acompañadas en todo momento por un refresco de cola. Miraba por el cristal y veía un ingente colectivo de paragüas moverse por las aceras. De repente el 149 llega a su parada final, aquel microbús de color amarillo se convirtió en salvalluvia para los que con impaciencia habían estado esperando en la parada de autobús; en la parada contigua, la que espera al 40, habían esperando futuros viajeros.
Ya no hay ni 40 ni 149 en Red de San Luis, pero si días de lluvia, y yo ahora estoy en la parada, y aunque en mí, la lluvia sigue siendo aquella de cuando era niño, ahora la noche era suya y entonces note su presencia y a través de mi mente vi la escena, una noche de Los Ángeles, cayó.

Alguien entra en el metro de Los Ángeles, se sienta en el asiento y fallece; nadie de los que le rodea se da cuenta de que ha muerto.

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